Aparcó el coche a los pies de aquel acantilado. Coronó un picacho rocoso y en la cima se encontró con ella. Al llegar guardó silencio. Ambos contemplaban las faldas de la montaña, el pueblo blanco tendido en el valle, y un río plata que buscaba la mar en un pronunciado zigzag.
La abrazó con ternura. Fue un abrazo eterno en sólo treinta segundos. Luego enjugó las lágrimas que rodaban por sus mejillas. “Te amo”, le dijo, “no ha sido fácil este camino de cincuenta años”. “En absoluto”, le respondió ella.

Luis y Vicenta llevaban una semana celebrando sus bodas de oro. Y ese día habían quedado justo en el sitio en dónde se conocieron.
Efectivamente, su camino no había sido fácil. Ambos aprendieron a perdonar y a perdonarse, a aceptar las diferencias del otro, a aceptarse, a forjar un proyecto común. Comprendieron que el amor pronuncia la palabra “siempre” cuando es alimentado a diario, y que a veces se termina.
Habían tenido cuatro hijas. Si permanecían juntos es porque se amaban, porque habían tenido confianza el uno en el otro. Habían superado todas las crisis con diálogo y sinceridad.
Dejándose acariciar por la brisa que les llegaba cómplice, amiga, fue Vicenta la que rompió el silencio:
- ¿Recuerdas a nuestra primera hija, la pequeña Beatriz?
- No hay un solo día que no la tenga presente.
- Ha pasado mucho tiempo, pero qué duro fue verla morir de leucemia con tan solo diecisiete años. ¡Qué terrible fue la crisis después de su muerte!
- ¡Cómo olvidarlo! En esos días tan duros yo te fui infiel con una antigua novia de la infancia. La cosa no duró mucho, tres meses, pero nuestro matrimonio estuvo al borde del abismo. Aunque tú me perdonaste.
- Solo cuando dijiste la verdad. Ya sabes que yo estaba muy enamorada de ti. Además, tampoco te lo puse fácil. Estaba hundida tras la muerte de nuestra hija y me olvidé completamente de que tú estabas a mi lado. Te ignoré, para mí no había más que el dolor que me paralizaba.
- Pero juntos superamos aquella crisis, la más grave, y las que han venido después.
- Así es, -Vicenta sonrió ampliamente.
- ¿Por qué sonríes?
- Pensaba en el resto de nuestras hijas, las tres divorciadas, las tres alejadas de la iglesia, las tres casadas nuevamente por el juzgado, y todos nuestros nietos con sus parejas, sin haber pasado por el altar. Sin embargo ahora se integran nuevamente en una parroquia, padres e hijos, hijos y padres. ¡A la vejez viruelas! La verdad es que ha sido un regalo inesperado. Estoy orgullosa de todos ellos. Son buena gente y se aman, es lo más importante, ¿no te parece?
- Así es. Nuestras hijas han podido rehacer sus vidas. Son otros tiempos. Pero te confieso que yo tampoco me esperaba que volviesen a la parroquia.
- Nuestra iglesia debería leer siempre estas nuevas situaciones con mayor apertura. Evitaría muchos sufrimientos.
- Completamente de acuerdo, asintió Luis, que volvió a abrazarse a su mujer cuando la tarde ya comenzaba a caer.
Las tres hijas, los tres nietos, las dos nietas, habían crecido en una sociedad bien distinta. La iglesia, hasta hace muy poco, los había decepcionado, no se habían sentido acompañados ni entendidos. Sin embargo vivían la solidaridad, el servicio a los demás, la acogida, desde los valores inculcados desde siempre por sus padres.
Todo había cambiado hacía una semana. Habían celebrado las bodas de oro en una ceremonia presidida por el párroco Don Eustaquio. En la comida, el sacerdote captó la humanidad de las hijas y nietos de la anciana pareja, los escuchó con respeto. Se dio cuenta que trataba con personas comprometidas, de fe, pero que habían vivido, como divorciadas, o como parejas de hecho, una mala experiencia en la iglesia. Cuando salía a la calle los invitó a una reunión de matrimonios de su parroquia, para ver como organizaban la acogida de refugiados impulsada por el papa Francisco. Luis y Vicenta estaban presentes cuando dijeron que si.
La reunión de matrimonios fue todo un regalo. Desembocó en una eucaristía sencilla y sentida. Todos participaron plenamente de ella. Al principio, los invitados, estaban recelosos, pero luego se sintieron miembros de aquella comunidad a cuerpo entero. Acto seguido tuvieron una comida fraterna y alegre.
La familia del matrimonio de las bodas de oro había decidido con total libertad integrarse en aquella parroquia. Había descubierto la novedad de una acogida respetuosa e incondicional por vez primera. Nunca antes habían vivido algo así.
Estaban Vicenta y Luis en estos pensamientos, cuando una densa nube cubrió la cumbre de repente. La lluvia no tardó en hacer acto de presencia. Él la tomó de la mano. Parecían dos recién enamorados bajando la montaña en dirección al coche. Llegaron empapados. Se abrazaron nuevamente en el interior del vehículo. Después de haberse conocido allí hacía más de cincuenta años, le dieron gracias a Dios por toda una vida llena de amor, por Beatriz, la primera de sus hijas, y por el resto de sus familiares, que emprendían un nuevo tramo de sus vidas en una iglesia con sus luces y sus sombras, pero que por fin había sabido darles acogida, sin juicios ni condena, con la misericordia y el respeto debidos.
“Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre”, dijeron al mismo tiempo aquellos ancianos coincidiendo en las palabras. De vuelta al hogar descansaron satisfechos. Su longeva relación no tenía más secreto que el amor de cada día.
Y colorín colorado, el relato, por hoy, ha terminado.
Paco Bautista, sma, Vélez de Benaudalla.
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